A las ocho de la mañana me despierto con el escándalo de las chicharras. Me desconcierta que ya estén de cháchara, tan pronto. La habitación está en penumbra, pero tras las rendijas de las ventanas de madera, fuera, empuja la luz cegadora y abrasiva del verano.
Miro el móvil para comprobar la hora y leo un par de whatsapps. Tengo uno de Riz que llegó a las 3 de la madrugada: “Just checking on you, how are you?” y otro de Sandra “Clara tía! ¿Quieres que vayamos a esto?”. Dejo el móvil en la mesita, me levanto para reactivar el ventilador y vuelvo a la cama. Me tumbo boca arriba y, después de inspeccionar unos segundos el techo, cierro los ojos otra vez.
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Hace casi un mes quedé con Montse a tomar un café en Kensington. Montse y yo no somos amigas, pero el hecho de compartir nacionalidad, profesión y momento vital crea un bond comparable al familiar cuando vives en otro país.
Me contó que había conocido por Hinge a un chico suizo-valenciano y que este verano se mudaban a un pueblo cerca de Ginebra. La piel y la voz le brillaban.
Yo le conté que en unas semanas volaba a Valencia por primera vez desde hacía dos años y que tenía la sensación de haber reservado un asiento en una nave espacial en lugar de en un avión. Le confesé mis temores sobre los viajes a otras galaxias: encontrarme con una versión desactualizada de mí misma, ser engullida por la gravedad de lo conocido, de lo cómodo, de lo fácil; no poder volver.
Una hora y media después nos despedimos con un abrazo y un “Nos vemos antes de que te vayas, eh”, aunque sabía que era bastante probable que, en realidad, no nos volviéramos a ver.
Esa tarde alargué la vuelta a casa paseando por Prince’s Island. Los árboles estrenaban un verde intenso, casi artificial; por todas partes estaban brotando flores enormes y el río empezaba a mostrar su tonalidad turquesa. En los caminos aparecían de la nada montones de polluelos amarillos, que iban de aquí para allá agrupados por los refunfuñones Canadian geese.
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Conduzco hacia Paterna, al cole donde tengo mi plaza de maestra. Miro el tráfico denso avanzar por las carreteras, los bloques de edificios, las azucenas en las rotondas. Luego, las calles estrechas del pueblo, los bares ya llenos de gente, las vías del metro de la línea 2. En el colegio las horas pasan lentas. El curso escolar ya se ha acabado y estos días estoy haciendo inventario del aula de música. Hay muchísimo material, la mayor parte de él amontonado en un cuartito junto a otros cacharros de ciencias. En cajas y estanterías se acumulan probetas, atriles, minerales, láminas de instrumental Orff y guías didácticas de los 90.
En mi descanso me siento empapada de sudor frente al ordenador y abro la página en blanco.
¿Qué decir?
Me gustaría hablar del final de la primavera en Calgary, pero siento que ha quedado demasiado atrás. También de mis primeros días en este colegio. Del bullicio en casa de mis padres y de la alegría de los niños. De los reencuentros, de los cierres y de los proyectos futuros. Pero no puedo lucharlo: el calor, los cambios y mi alergia a los ácaros del polvo me tienen aturdida.
Hay tres cosas que una chica con jet lag necesita para escribir: una habitación propia, tiempo para procesar ideas y, a poder ser, un ventilador.
El jet lag se pasará… ❤️
Bienvenida de nuevo a tierras valencianas :) el inicio de tu carta es un claro despertar en un día cualquiera de verano en España. Y sí, el calor nos tiene a mucho aplatanados. ¡Un abrazo!